Nadie te dice lo difícil que es educar a un hijo. Nadie te dice que a partir de ese momento todo pincha, hiere, quema. Nadie te avisa tampoco de la ternura infinita y el amor incondicional, a lo mejor porque no se puede hablar de lo inefable. Por eso, intentar escribir un discurso para la graduación de mi hijo ha sido agridulce. Por una parte, he sentido agradecimiento pero también responsabilidad por hablar en nombre de todos los padres. Y por otra, aunque he evitado caer en el sentimentalismo, ha sido inevitable contener las lágrimas. Porque llegará septiembre, volverán otros alumnos, pero ya no serán ellos. Y para los profesores, y para los padres, ese tiempo circular supone nuestra liberación y nuestra condena. Llegarán otros alumnos, y ya no serán ellos, y no saben cuánto, cuantísimo, vamos a echarlos de menos.
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